No creo en la redención pero aún menos
en la rendición. Viajo a la velocidad del odio en un mundo que no se
merece nada mejor. Circulo por rectas calles de onduladas
desesperaciones, por cielos infinitos de nubes abstractas y luces
moribundas, y entre tal obscenidad me alumbra la nada, una oscuridad
pulida en el desapego de los dionisíacos, un mármol quebrado por el
golpe seco de las desdichas, un proyecto de belleza ofuscado. Y
recuerdo el antaño y su fulgurante futuro, un destino corrupto y
ennegrecido por las castas, un sueño transmutado en pesadilla.
Perdida la inocencia el despertar al que nos enfrentamos nos destruye
o nos condena, que hacer sin poder, escamotear el sufrimiento en
búsqueda de un sucedáneo, que vida vivir sin vida... Acabamos
amoldándonos, cediendo a estigmas perpetuados por un mundo enfermo y
repulsivo. Nacemos predestinados, morimos como quien no ha vivido, y
entre tanto buscamos algo, algo que llevarnos a la boca, algo que nos
torture lo mínimo posible; amor, trabajo, estudios,
mentiras, mentiras y más mentiras. Somos lo que somos pero no lo que quisiéramos ser, no somos más que la sombra de nuestra propia
podredumbre y en ella nos marchitaremos por no haberlo arriesgado
todo al porvenir que anhelábamos, moriremos eclipsados en la obsesión
de un quizás por haber jugado al juego de los conformistas,
moriremos muertos por no haber tenido el valor de ser lo que
podríamos y deseábamos haber sido. Y ante el vértigo de nuestros
pensamientos desfalleceremos en el acantilado de la melancolía y la
animadversión, triste pero justa venganza por no decir justicia al
pecado de renegar del versado ser que desterramos al submundo de los
inviables. Y reiremos, cínica y demagógicamente ante un mundo del que
nos despedimos con un aliento fétido y un último trueno coronario.
Y entonces, solo entonces seremos libres, libres de todo y de todos,
hasta de nosotros mismos, pues solo la muerte es imparcial, justa e
ineludible.