Cuando nos
cansamos de ser débiles nos endurecemos, forjamos nuestro carácter,
nuestro yo acorazado, más cuando nos cansamos de ser fuertes no
podemos dar vuelta atrás. Lo que un día fuimos murió para
reencarnarse en lo que somos, como fénix que calcina su pasado para
vivir una vez más; la muerte, más psicológica que física, de la
inocencia y la fragilidad en pro de la indiferencia o si más no de
la resignación más gélida y luctuosa. Asesinamos a sangre fría al
niño que una vez fuimos sustituyendo su inocencia por escepticismo,
ante la vida y el mundo, reemplazamos el miedo a la muerte por el
miedo a la vida, el sentir por el saber, instinto de supervivencia
que nos salva de las desdichas y la felicidad, suicidio con el que
sobrevivimos a la muerte de una parte de nosotros mismos, quizás la
única parte que valía la pena.
Y, a veces, en
los momentos en que no sentimos lo que sabemos que deberíamos sentir
nos vemos a nosotros mismos, con los ojos de quien y como fuimos y no
nos reconocemos, no deberíamos puesto que no somos quien creímos que
seriamos ni quien queríamos ser, vemos el cadáver de nuestro pasado
enterrado en la fosa mas profunda y oscura de nuestro laberinto
espiritual y sonreímos con añoranza, nunca nos abandonará aunque su
voz se apagara hace tiempo, es un espejo atemporal con el que
reflejarnos y desrealizarnos para vernos en tercera persona, para
vernos como el extraño que somos.
Vivimos en el
vacío de nuestra propia vacuidad, entre las caricias de nuestro
intrínseco eco, en nuestro mundo tan ulterior como suprasensible,
nuestro reino en ruinas, aliteración de mefistofélica amargura,
pero vivimos ¿y no es eso lo único que importa?, por desgracia no,
pero es todo lo que nos queda antes de resignarnos a la nada y el
olvido, ineludible atavismo de la vida y su fin.