¿Morir viviendo o vivir muriendo?
Pregunta para la que no encuentro respuesta, al menos en singular. He
vivido en la luz y en la oscuridad, en el frío y la calidez, en la
vida y en la muerte... y en ningún lugar me he asentado, en ningún
rincón me he hallado a mi mismo, la parte de mi en que quiero o
quería convertirme. Lo único que sé es que el camino se ha hecho
demasiado pedregoso para que la meta compense la travesía; el
purgatorio. Cada piedra un error, cada persona una piedra; he
intentado amar, compartir, vivir... y lo único que he obtenido a
cambio es dolor, y tristeza, y alegría, y más dolor, mucho más
dolor. Dolor que me hace volar por encima de mis problemas hasta
donde la apatía y el desencanto se funden en un escalofrío de sudor
helado, donde ya da igual lo que se pierde pues mayores pérdidas se
sufrieron de antemano. La vida se transforma entonces en un querer y
no poder, en un solo de violín que araña las ojeras del insomnio
más solitario y perfecto, en una metamorfosis hacia la nada, un
suspiro abandonado en el mutismo de la soledad. Para el que ya solo
espera de la vida la muerte esta se convierte en un deseo tan
necesario como lejano y deja de pensar en ella para concentrarse en
el olvido, paradoja que tan solo unos pocos afortunadamente
desdichados alcanzan a entender, cáscaras eclipsadas por el rigor de
sus tormentos, entes vaporosos e inasibles como los misterios de su
amargura. Ellos, que nada aman ya por miedo a la pérdida, se postran
impertérritos frente a la nada, pues es lo único y último que les
queda por hacer mientras esperan que el imparcial e infatigable flujo
del tiempo estropee su carne y arrugue su piel, mientras esperan la
arcaica muerte cual chiquillo sus regalos la noche de navidad, pues
no hay mayor presente que la ataraxia del sueño eterno, la supresión
del dolor a cambio del ínfimo precio de la vida, la felicidad de la
ausencia en su estado más exotérico.