domingo, 22 de diciembre de 2013

Bitácora coronaria

El amor es un contrato. Todo aquel que ame o haya amado sinceramente y con su última gota de sangre lo sabe. El amor es un egoísmo insólito, una fuga de hastíos, un túnel a la felicidad. Pocos saben cuan infeliz se puede llegar a ser por amor, cuantas lúgubres noches en vela vivieron amantes de antiguas realidades, cuantas almohadas y sabanas habrán sufrido la explosión de elixires salados estallando en rocío contra su superficie. Y es que el amor mas que un sentimiento es una condena, una adicción, una enfermedad. Solo el que haya amado hasta donde se funde lo incurable con la obsesión conocerá el verdadero significado de esto, solo quien haya sucumbido al insomnio y el vacío es capaz de comprender las acrobacias de la desesperación y el ahogo. El olvido, vocablo inexistente en el diccionario de los enamorados, capítulo rasgado en el manual de la superación anímica, fragmento perdido del tapiz de dicha docencia, condena a sus discípulos a una teoría no cerciorada. Los vencidos aprendimos, enhebramos armaduras, pieza a pieza, decepción a decepción, nos encerramos en nuestro dolor, aprendimos a usarlo, nos hicimos insensibles y apáticos, aprendimos a rendir culto a la indiferencia. Mi mentor Cioran dijo en cierta ocasión: Mi desgracia consiste en que deseo ser decepcionado en amor para tener nuevas razones de sufrir. Y cierta es dicha proposición, fuente de algoritmos psicotrópicos, la mente de los inmolados expuesta a la divina erudición del amor evoca dogmas refinados en el dolor de sus cerebrales factorías. Extinguido pues el filón de la inocencia, el yacimiento de la confianza se clausura para jamás volver a abrirse, se sacrifica pues el futuro porvenir en pos de la ataraxia y la soberbia de la inquebrantabilidad de un corazón frágil y cicatrizado, se bloquea pues el acceso a la vulnerabilidad, se cierran las fronteras hasta el amor, se deja de sufrir por amor pues se deja de confiar en él. Quizás estos dogmas de obstinado desánimo, fruto prematuro a las desdichas sufridas en las carnes espirituales, sean solo sofismas de alguien que aún no ha conocido la centella áurea de un alma honesta y leal. Dicho esto el sarcófago de la vida espera con las puertas abiertas el frío abrazo de alguien que sin razones para seguir respirando seguirá dotando al mundo de su porción de dióxido de carbono.

martes, 3 de diciembre de 2013

El síndrome de Poseidón

Es un frío jueves de diciembre. Voy por la calle, no hay nadie. Camino invisible bajo ninguna mirada, el mundo esta aletargado. El aire gélido llena mis pulmones con la pureza del hielo polar. Avanzo entre callejones, sobre baldosas, bajo un cielo lúgubre. Avanzo entre el gris triste del cementerio urbano y arboles desnudos, avanzo entre fachadas descorchadas y calles polvorientas. La urbe y su adherencia, la podredumbre del hombre. Paso tras paso cruzo aceras, pasos de peatones, mares de asfalto, mi propia epopeya en Suburbia. Sigo con la mirada clavada en mis pies, viendo nacer y morir cada tesela de un suelo agonizante, veo sus vicisitudes y su vejez, veo sus fracturas y quiebros, metáfora obstinada de la existencia, crónica trágica de la verdad. Me planto frente al mar y su infinito, me despojo de mis zapatos y salto a la arena. Las partículas de la playa cosquillean mis pies desnudos, el aire salobre inunda mis pulmones y el Sol centellea pintando mosaicos tigrescos en los médanos de oro en polvo. Me deslizo entre las dunas a escala como un gigante en un desierto, me acerco a la orilla y siento la tierra húmeda acariciando mis dedos, siento la brisa desaliñándome el pelo y mi alma vagando en cada centímetro de ese edén. Cierro los ojos y extiendo los brazos, me proclamo adicto a esa quimera, me declaro indefenso ante tal titan, me declaro ajeno a ese paisaje, me declaro insignificante ante tanta perfección.