El amor es un contrato. Todo aquel que
ame o haya amado sinceramente y con su última gota de sangre lo
sabe. El amor es un egoísmo insólito, una fuga de hastíos, un túnel
a la felicidad. Pocos saben cuan infeliz se puede llegar a ser por
amor, cuantas lúgubres noches en vela vivieron amantes de antiguas
realidades, cuantas almohadas y sabanas habrán sufrido la explosión
de elixires salados estallando en rocío contra su superficie. Y es
que el amor mas que un sentimiento es una condena, una adicción, una
enfermedad. Solo el que haya amado hasta donde se funde lo incurable
con la obsesión conocerá el verdadero significado de esto, solo
quien haya sucumbido al insomnio y el vacío es capaz de comprender
las acrobacias de la desesperación y el ahogo. El olvido, vocablo
inexistente en el diccionario de los enamorados, capítulo rasgado en
el manual de la superación anímica, fragmento perdido del tapiz de
dicha docencia, condena a sus discípulos a una teoría no cerciorada. Los vencidos aprendimos, enhebramos armaduras, pieza
a pieza, decepción a decepción, nos encerramos en nuestro dolor,
aprendimos a usarlo, nos hicimos insensibles y apáticos, aprendimos a
rendir culto a la indiferencia. Mi mentor Cioran dijo en cierta
ocasión: Mi desgracia consiste en que deseo ser decepcionado en amor
para tener nuevas razones de sufrir. Y cierta es dicha proposición,
fuente de algoritmos psicotrópicos, la mente de los inmolados expuesta a la
divina erudición del amor evoca dogmas refinados en el dolor de sus
cerebrales factorías. Extinguido pues el filón de la inocencia, el
yacimiento de la confianza se clausura para jamás volver a abrirse,
se sacrifica pues el futuro porvenir en pos de la ataraxia y la
soberbia de la inquebrantabilidad de un corazón frágil y
cicatrizado, se bloquea pues el acceso a la vulnerabilidad, se
cierran las fronteras hasta el amor, se deja de sufrir por amor pues
se deja de confiar en él. Quizás estos dogmas de obstinado desánimo,
fruto prematuro a las desdichas sufridas en las carnes espirituales,
sean solo sofismas de alguien que aún no ha conocido la centella
áurea de un alma honesta y leal. Dicho esto el sarcófago de la
vida espera con las puertas abiertas el frío abrazo de alguien que
sin razones para seguir respirando seguirá dotando al mundo de su
porción de dióxido de carbono.
domingo, 22 de diciembre de 2013
martes, 3 de diciembre de 2013
El síndrome de Poseidón
Es un frío jueves de diciembre. Voy por
la calle, no hay nadie. Camino invisible bajo ninguna mirada, el
mundo esta aletargado. El aire gélido llena mis pulmones con la pureza
del hielo polar. Avanzo entre callejones, sobre baldosas, bajo un
cielo lúgubre. Avanzo entre el gris triste del cementerio urbano y
arboles desnudos, avanzo entre
fachadas descorchadas y calles polvorientas. La urbe y su adherencia,
la podredumbre del hombre. Paso tras paso cruzo aceras, pasos de
peatones, mares de asfalto, mi propia epopeya en Suburbia. Sigo con
la mirada clavada en mis pies, viendo nacer y morir cada tesela de un
suelo agonizante, veo sus vicisitudes y su vejez, veo sus fracturas y
quiebros, metáfora obstinada de la existencia, crónica trágica de
la verdad. Me planto frente al mar y su infinito, me despojo de mis
zapatos y salto a la arena. Las partículas de la playa cosquillean
mis pies desnudos, el aire salobre inunda mis pulmones y el Sol
centellea pintando mosaicos tigrescos en los médanos de oro en
polvo. Me deslizo entre las dunas a escala como un gigante en un
desierto, me acerco a la orilla y siento la tierra húmeda acariciando
mis dedos, siento la brisa desaliñándome el pelo y mi alma vagando
en cada centímetro de ese edén. Cierro los ojos y extiendo los
brazos, me proclamo adicto a esa quimera, me declaro indefenso ante
tal titan, me declaro ajeno a ese paisaje, me declaro insignificante
ante tanta perfección.
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